El oficio de sobrevivir

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Entro en Facebook de puntillas, procurando no llamar mucho la atención. Algunos amigos, conocidos e incluso extraños me piden que recopile mis textos en un libro, rebajando la gesta a un mero trámite, como quien saca la basura en pijama los domingos y vuelva a casa a seguir masturbándose. La escritura me ayuda a no volarme la tapa de los sesos cuando me dispongo a servir cafés a hijos de puta de cien mil raleas. Y así, entre artículos compartidos, renglones subrayados y servilletas garabateadas, quizás llegue a ver la sexta temporada de Juego de Tronos. Pero adentrarme en los pasillos del laberinto editorial supondría meter más balas en el tambor del revólver. Y si abjuro de la foto del DNI, no quiero imaginar cómo reaccionaría al verme con jersey de cuello vuelto y chaqueta de pana en la solapa de un libro. En contra de lo que se pueda pensar, la obra de los escritores es volátil y está sometida a los vaivenes de la bragueta. En “La civilización del espectáculo”, Vargas Llosa nos alertaba de los peligros que entrañan el amarillismo en prensa y la frivolidad de la política. Tres años después, posaba para HOLA de la mano de Isabel Preysler e invitaba a sus ochenta cumpleaños al trío Calaveras: Rajoy, Aznar y Felipe González.

En “El oficio de vivir”, Cesare Pavese apuntaba que escribir «consiste en hablar consigo mismo y a una multitud al mismo tiempo». Discrepo. Siempre que me quedo solo en esta habitación acolchada escucho voces en mi cabeza y no puedo escribir por culpa de esta extraña camisa con candados. De todas formas, Pavese también dijo que “el que quiera correrse dentro de un coño que pague” y acabó suicidándose en un habitación del hotel Roma de Turín. Tengo una aplicación en el móvil con las obras completas de Shakespeare. Leo pasajes sueltos y deduzco que la escritura es una costumbre fútil si los clásicos emocionaban al público con sus obras mucho antes de que Fidel Castro asaltara el cuartel Moncada. Hasta el propio Don Quijote, cenando en una venta próxima a Zaragoza en compañía de Sancho Panza, tuvo que salir al paso de un falso retrato que estaban trazando dos caballeros que habían leído sus aventuras en la obra homónima de Avellaneda.

Las mejores historias no se cuentan, permanecen inertes en la memoria de sus protagonistas, como los ejemplares de una vieja edición que nadie saca de la biblioteca. O como esas prendas que ya no te pones desde que nadie te las quita.

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