Siempre nos quedará Escocia

hjfjf

Los indígenas de Guanahani conocían a fondo su isla mucho antes de que Cristóbal Colón llegara con las tres carabelas de Isabel y Fernando. Y yo aterricé en Escocia siete años antes de que los medios españoles la pusieran en el mapa político. Como un niño mimado que le pregunta al padre “¿por qué ellos sí pueden votar y él no?”, Artur Mas ha usado el referéndum escocés de ariete para seguir aporreando las puertas de La Moncloa. Lo más escocés que han visto algunos catalanes ha sido ‘Braveheart’ y aun así estarían dispuestos a pasearse en kilt (falda escocesa) por Las Ramblas con tal de que el Tribunal Constitucional falle a favor de la Ley de Consultas.

Una mañana soleada del 2007 andaba recluido en el departamento de Latín y Griego cuando el director del instituto entró sin llamar y me comunicó que La Junta me había concedido una beca de idiomas en el extranjero. Me pregunté si estaría siendo víctima de alguna cámara oculta. El director me felicitó y le di las gracias extrañado. Como por aquel entonces ya quería ser periodista, me acerqué al tablón de la secretaría para comprobar la veracidad de la noticia. Mi nombre y el de otros compañeros, subrayados en amarillo fluorescente, destacaban sobre el resto de alumnos inscritos en aquella beca. Cuando llegué a mi casa encontré una carta de la Consejería de Educación sobre la mesa del salón. Escocia era el destino que algún funcionario me había adjudicado. En un arrebato de originalidad, tecleé Edimburgo y Glasgow en Google y leí las entradas de la Wikipedia detenidamente.

La primavera pasó en un suspiro y el verano me pilló luchando contra la cremallera de la maleta. Mi madre no veía con buenos ojos este viaje. No le preocupaba que el avión se estrellara contra una montaña o que yo fuese devorado por el monstruo del Lago Ness. Su único temor era la mala fama que arrastraba la cocina inglesa. Varios paquetes de jamón, chorizo y salchichón compartieron espacio con mi ropa interior en un bolsillo del equipaje. Si los guardias de seguridad hubieran registrado mi maleta antes de embarcar habrían pensado que pertenecía a un comercial de El Pozo antes que a un estudiante. Dentro del avión descubrí que la confianza da asco. Una compañera de clase me pidió cambiarnos de sitio para poder viajar al lado de una amiga. Accedí. Mi nuevo asiento estaba ubicado entre dos cordobeses que ya se conocían y que no se callaron hasta que pisamos la tierra de William Wallace.

Cuando aterrizamos en el aeropuerto de Edimburgo confirmé mis sospechas; soy gilipollas. Llegar a Escocia de noche en manga corta y pantalones piratas era la prueba inequívoca de que yo no merecía esa beca. Con el cuerpo aterido y los dientes castañeando, intenté rozarme con algunas compañeras para entrar en calor mientras arrastraba la maleta por la pista. Los monitores nos condujeron hasta un autobús que tardó una eternidad en arrancar. “Close the door, please” le rogué a la conductora y con un “no” unionista me dio la bienvenida a su país.

Nos alojamos en una residencia rural. Como todos éramos españoles pensé que, considerándonos  mano de obra barata, los encargados nos obligarían a trabajar en el campo de sol a sol. Nos hicieron madrugar pero sólo querían someternos a una prueba de nivel. Era un examen tipo test. Respondí al azar y salí del aula tranquilo. Sin respetar la siesta, aquellos bárbaros nos llevaron de visita a la capital. Los monitores fijaron una hora de vuelta y nos abandonaron en un parque. Dentro de la Galería Nacional de Escocia le perdí la pista al grupo. Paseaba relajado delante de los cuadros hasta que una de las obras me atrapó; era “La vieja friendo huevos” de Velázquez. Contemplé la pintura ensimismado porque creía que estaba en el Museo del Prado y porque tenía hambre. Al despegar la vista del cuadro me encontré solo. Entré en la sala contigua en busca de mis compañeros pero tampoco vi ninguna cara conocida. Salí del museo y deambulé por el centro de Edimburgo como si me hubiera criado allí  hasta encontrar el parque indicado.

De vuelta a la residencia, uno de los cordobeses me comentó que me habían inscrito en un torneo de fútbol sala. Como los monitores nos repartieron unas camisetas corporativas de la Junta, les dibujamos unos dorsales y escribimos nuestros nombres a modo de equipación oficial. El problema estaba en el color. Las camisetas eran naranjas y parecíamos la selección holandesa sub 21. Los rivales eran italianos, rumanos, rusos y escoceses. Aquella pachanga fue la experiencia más parecida a disputar un Mundial de toda mi vida. Recuerdo que pudimos contener las acometidas de la revolución rusa pero perdimos contra los anfitriones. Por la noche los trabajadores de la residencia organizaron una fiesta de bienvenida. Me presenté con la ilusión de probar el famoso whisky escocés pero más tarde me enteré de que el consumo de alcohol estaba prohibido. Las tres horas que duró el vuelo desde España a Escocia habían pasado factura en un cateto que no había salido de la sierra sur de Sevilla. Estaba cansado y aburrido a partes iguales. Algunos compañeros jugaban a las cartas en unas mesas redondas colocadas en medio de la sala. Me acerqué con cierto interés pero me llevé un segundo chasco. Eran barajas de póquer y yo prefería las copas y los bastos.

Dos horas después retiraron las mesas y las sillas, apagaron las luces, encendieron una bola de discoteca y la muchachada empezó a bailar como si estuvieran en el rodaje de High School Musical. Entre el gentío divisé a una chica rubia y delgada que se contoneaba frenéticamente. Oculto entre la fauna del lugar, la aceché sin demasiado éxito. Al principio pensé que se estaba haciendo de rogar pero al final comprendí que me evitaba. Cuando iba a batirme en retirada me topé con una muchacha morena y guapa. Me sonrío y entablamos una conversación anodina en un inglés propio de Ana Botella. Me contó que era rusa y yo lamenté la caída del Muro de Berlín. Obedeciendo a Sergio Dalma, empezamos a bailar pegados y en un rincón oscuro de la sala, nos liamos como si Escocia hubiera entrado en guerra contra Inglaterra esa mismo noche. El Jet lag, el cansancio y la sorpresa del momento me obligaron a improvisar unos besos largos y apasionados. Al día siguiente, me la encontré en el comedor. Hice el amago de sentarme con ella pero se levantó y se marchó con una sonrisa esculpida en los labios. Fue la última vez que la vi “¡Hija de Putin!” pensé.

Un futbolista en la carretera

Koeman-en-Wembley

Siempre que salgo a correr por la carretera me encuentro a algunos paisanos en el camino: filas de viejas empeñadas en retrasar su cita con la guadaña de la muerte, matrimonios que se han propuesto perder peso tras los excesos del verano, treintañeras aficionadas al senderismo y chavales que como yo, salen con la esperanza de ser secuestrados sin que nadie pague el rescate. Pero anteayer ocurrió algo inesperado. Llegando a la altura de la piscina municipal aminoré la marcha y advertí una figura desconocida. Ambos transitábamos por el mismo carril y cuando nos acercamos lo suficiente, cruzamos las miradas sin mediar palabra. Era un muchacho joven y fuerte. Sus ojos  eran negros y pequeños como aceitunas venideras. Tenía la cara redonda y la nariz ancha. Lucía una barba cerrada y sus cabellos, lisos y rubios, caían cansados sobre la frente. Llevaba una camiseta celeste y unos pantalones marrones y cortos provistos de amplios bolsillos. Caminaba despacio pero seguro de sí mismo. El intenso tono sonrosado de los brazos y las mejillas lo delataba. Deduje que no compartíamos patria si el sol andaluz había sido su kriptonita. Era un Oliver Atom en versión aria.

Entre la cadera y el brazo derecho portaba un balón de reglamento impoluto. Parecía que lo había comprado con la intención de estrenarlo en el pueblo. No hacía falta leer ‘Las aventuras de Sherlock Holmes’ para inferir que venía de la pista de fútbol. Pensé que encontraría al resto de jugadores en los aledaños del recinto pero me equivocaba. Aquel tipo había pasado la tarde solo. Hace dos semanas llegué a contar hasta cuatro equipos reunidos en la pista. Como si de una estrategia militar se tratara, el misterioso futbolista había estudiado los hábitos deportivos de los lugareños esperando el momento justo para conquistar la cancha desierta. Lo imaginé corriendo con el balón cosido a la bota, driblando a defensas imaginarios y chutando a puerta con la portería vacía sin escuchar otro sonido que los latidos de su corazón.

Por su aspecto físico y afición al fútbol, pensé que  podría ser un hijo secreto de Ronald Kouman. El héroe de Wembley, tras su fichaje por el Barcelona a finales de los 80, habría dejado embarazada a alguna joven catalana con parientes andaluces. El hijo bastardo, heredando el golpeo de balón de su padre, lanzaría las faltas con una maestría asombrosa. Como no lo había visto antes por las calles del pueblo, supuse que viviría solo en una casita en el campo. Después de cada entrenamiento regresaría a su morada y tras cenar un conejo cazado por él mismo, se iría a la cama soñando con levantar una Champions. Cuando llegué a Villanueva, un manto de nubes negras cubría todo el cielo. Empezó a lloviznar. Me giré y lo seguí con la vista desde lejos. Caminaba empapado y melancólico, sin más compañía que el balón.

Unas copas de más

bog

El tiempo se rige por sus propias reglas. Si el reloj marca las cinco de la madrugada, el cliente tiene la obligación moral de permanecer borracho hasta que el camarero lo eche del bar. No hay excusas ni cláusulas dentro de ese acuerdo tácito. En este punto de la noche ya se han perdido todas las batallas. La derrota se sirve en vaso ancho y sabe a ron aguado. La música ha dejado de sonar, la guapa está follando con algún forastero y la fea, también. Con las mesas mojadas, las sillas amontonadas, la televisión apagada y el suelo cubierto de cáscaras, el silencio impregna cada rincón del local. Es entonces cuando los últimos clientes elevan el tono de voz. Cada alocución empieza con un puñetazo en la barra, sigue con el dedo índice en los labios mandando callar y termina con una frase absurda que pretende pasar a la historia y no llega ni a Twitter. El interlocutor, experto en la retórica de Cicerón, asiente balanceando la cabeza con la mirada perdida y cambia de tema sin previo aviso. Llega un tercero, los abraza y ríen sin motivo. El sueño, provisto de bostezos y plomo en los párpados, se manifiesta sin reservas, pero las prisas se han quedado en la puerta. El camino es largo y tortuoso. Las calles se mueven solas, las farolas le piden abrazos y los vecinos más madrugadores le miran con desprecio. Sube las escaleras a gatas, introduce la llave del coche en la cerradura, se deja caer sobre el pomo y la puerta se abre. La visita al bar es el plan de los tipos que no tienen ninguno, embajadas de apátridas sin más banderas que las que cuelgan de las botellas de Legendario. Siempre hay una primera vez y un bar abierto para la última. El mañana es una fotocopia en blanco y negro de un folio con el verbo beber conjugado en todas sus formas. Decía Humphrey Bogart que “el problema con el mundo es que todos  están un par de copas detrás”. Adelanten su embriaguez.

Los escombros del mercado

3

Parecía una mañana de septiembre más y sin embargo, lo era. Dos jóvenes parados sentados en un banco como jubilados precoces, observaban la obra de una casa del centro. Mientras tanto, tres albañiles apostados en la ventana, echaban cubos repletos de cascotes en un tubo que desembocaba en una enorme escombrera aneja a  la acera. Uno de los espectadores le explicó al otro que aquella casa le recordaba a la Universidad. Después de selectividad, los bachilleres accedían a ella, subían las plantas después de cada curso y al final de la carrera, volvían a la calle como escombros del mercado laboral. Tras esta metáfora, el otro parado relacionó la obra con el sistema educativo. La escombrera era la mente de los universitarios, y los albañiles, los profesores que la llenan unos contenidos inútiles que terminarán inexorablemente en un vertedero. Como el destino es caprichoso, el día antes la OCDE había publicado un informe según el cual España triplicaba la media europea de jóvenes universitarios sin empleo. Ambos habían planeado viajar a Sevilla para repartir currículos. Miento. Ésta era la coartada acordada por si algún policía les preguntaba dónde estaban a la hora de algún crimen que pudiera producirse en el pueblo.

El tercer hombre salió de su casa con las llaves del coche en la mano y una sonrisa aviesa dibujada en la cara. Abrió las puertas de la cochera, arrancó el vehículo y con los otros dos amigos a bordo, pusieron rumbo a la capital. Uno de ellos desbloqueó el móvil y descubrió sorprendido que una mujer le había enviado un mensaje a través de Whatsapp. Para su desgracia, no le declaraba su amor, sólo le anunciaba la muerte de Emilio Botín. Antes de pulsar el icono del pájaro azul, Twitter ya apestaba a odio, humor negro, hagiografías y falso dolor de plañidera. Hasta él llegó a pensar que la noticia era falsa. Y que el famoso banquero había difundido ese bulo para ganar más popularidad y multiplicar las ganancias de su imperio financiero. Como Paco Martínez Soria en ‘La ciudad no es para mí’, estuvieron a punto de ser atropellados por un coche en un paso de cebra. Con el corazón en un puño, llegaron a un edificio de oficinas y el mayor de los tres pagó la matrícula de una academia. Imprimieron las trayectorias profesionales en blanco y negro porque este efecto le otorgaba un toque artístico a las fotos y porque de haberlas sacado en color no hubieran podido pagar el almuerzo. El mediano propuso emular al Señor Lobo incluyendo la frase “Soluciono problemas” en los currículos. Como era costumbre, fue ignorado olímpicamente.

El benjamín del grupo volvió al instituto donde había cursado un máster así como William Munny regresa al poblado del Viejo Oeste en ‘Sin Perdón’. Uno solicitó el título de profesor, el otro recuperó su fama de pistolero infalible. Los pasillos, desiertos y silenciosos, parecían presagiar la muerte de la educación pública de un país que expulsa y escupe a sus egresados. Como el mediano había terminado la carrera de Periodismo decidió que antes de robar cobre, probaría suerte en algunos medios locales. Con la carpeta bajo el brazo y el ceceo de la Andalucía profunda en el habla, pidió permiso para adentrarse en la redacción de Europa Press. Una periodista morena y desabrida levantó la vista de la pantalla y le lanzó un “no” áspero y rotundo. La dureza de la respuesta le hizo dudar. No sabía si subirse a un caballo y entrar en la redacción imitando al general Pavía o salir del edificio corriendo. Una compañera de aquella bruja le sacó del atolladero “¿eres periodista?” le preguntó. “Según este papel, sí”. Ella le tendió la mano y recogió el currículo. Cuando ya se dirigía a la puerta, escuchó una voz familiar. Se giró y divisó a una amiga de la carrera en una mesa del fondo. Se saludaron, hablaron del verano y como si estuviera ante alguna hija de Rupert Murdoch, le pidió que lo enchufara allí.

Acompañado de sus amigos, reanudó la ruta improvisada. Rigiéndose por las leyes del Corán, recorrieron casi todas las cervecerías de la ciudad sin probar ni una gota de alcohol. El periodista recaló en la agencia EFE. Salió del ascensor empapado en sudor y aprovechando que la puerta estaba abierta, se coló en la redacción sin llamar. Un hombre afable y rechoncho lo condujo hasta un mandamás llamado Tomás que ojeó el currículo y lo dejó sobre su escritorio. El periodista que lo recibió le recomendó que solicitara una beca promocionada por La Caixa insinuando que lo contratarían cuando España alcance el pleno empleo. Antes de abandonar la agencia se equivocó de salida dos veces en menos de diez segundos. Salió con la sensación de que no lo contratarían como redactor pero lo llamarían para amenizar las fiestas de cumpleaños de sus hijos.

Después se dejó caer en el Diario de Sevilla. En el mostrador de la recepción, una mujer rubia garabateaba  unos impresos oficiales. El periodista, visiblemente preocupado, sintió el temor de que hiciera lo mismo con los dos folios que le había entregado. En la sede de la COPE comprobó la riqueza que conserva la Iglesia al observar las instalaciones de la emisora católica. Despachos amplios, ordenadores modernos, muebles relucientes y una sala repleta de libros antiguos demuestran que difundir la palabra de Dios a través de las ondas radiofónicas tiene sus ventajas en pleno siglo XXI. Terminó su particular peregrinaje laboral en un periódico gratuito y tras degustar un helado con Filipinos blancos, los tres parados emprendieron la vuelta a casa. El Sol se ocultaba tras las montañas de la sierra, el viento golpeaba las ventanillas del coche y los versos de Robe Iniesta se escapaban por los altavoces de la radio: “De pequeño me inculcaron las costumbres, me educaron para hombre adinerado / pero ahora prefiero ser un indio, que un importante abogado”. Pues eso.

La revolución no será televisada

Terelu

Cuenta Juan Tallón en su libro ‘El váter de Onetti’ que cuando se mudó a Madrid, su padre lo telefoneaba cada semana para saber si estaba escribiendo. Él mentía asegurándole que sí porque pensaba que el acto de no escribir forma parte del proceso creativo. Yo no me considero escritor porque de hacerlo estaría insultando a Bolaño y a Truman Capote entre otros. Ese traje me viene grande y yo suelo pasear en chándal. Aquejado de una jaqueca tan cansina como el desafío soberanista, habría aprobado cualquier referéndum con tal de que se independizara de mí. Dejé los analgésicos fuera de mi alcance y del de los niños y me decanté por una droga más dura. Agarré el mando a distancia y atrincherado en el sofá, me enfrenté a ese aparato maléfico que es la televisión. La negrura de la pantalla dio paso a un bulldog maquillado que respondía al nombre de Terelu. Ésta le confesaba al presentador sus aventuras veraniegas bajo la atenta mirada de María Patiño. Cuando la cámara enfocó a la insigne periodista recordé que un profesor de la facultad se jactó de haberle dado clase sin sonrojarse ni hacerse el harakiri. Todavía me arrepiento de no haber redactado una queja formal al decano por aquel testimonio.

Terelu confirmó que sale con su monitor de gimnasio y yo la creí. Sale huyendo de las bicicletas estáticas y las mancuernas a juzgar por las lorzas y la papada que luce ahora. Impelido por fuerzas telúricas, apreté el botón del mando a distancia como si fuera el pulsador de un concurso de preguntas. Llegué a Menuda Noche. El otrora niño del tambor que amenizaba a la audiencia con cuplés, se ha convertido en un joven orondo que intenta entretener sin éxito y hace trucos de magia Borrás. Canal Sur, empeñado en facilitarle el trabajo a los editores de APM, sigue exportando andaluces chistosos porque “como aquí en ningún lao y olé”. Pero todo puede empeorar. Un rótulo celeste situado en el margen inferior de la pantalla anunciaba la inminente aparición de Gemeliers en el plató con la excusa de sorprender a una fan. Amnistía Internacional denuncia que los presos de Guantánamo soportan estoicamente todas las torturas menos las canciones de estos dos monstruos. Algunos críticos de cine aseguran que si Kubrick siguiera vivo, rodaría un remake de ‘El resplandor’ sólo para sustituir a las gemelas del hotel por Jesús y Daniel.

Antes de que empezaran a berrear volví a cambiar de canal. “¡Con la Iglesia hemos topado, querido Josega!” exclamé al ver el logo de 13 TV. Suspiré aliviado al comprobar que estaban emitiendo un western y no un aquelarre contra Podemos y la Junta de Andalucía. En el fondo admiro a esa caterva de tertulianos capitaneados por Carlos Cuesta. Este líder de opinión presentó un documental sobre la pobreza que generaba la política económica de Zapatero usando imágenes del año 2000. Otro periodista que me apasiona es Hermann Tertsch, un liberal que trabaja en una televisión pública desde la que criticó una huelga general antes de que se celebrara. Los obispos deberían reprender a estos dos personajes por pasarse el octavo mandamiento por el arco de La Macarena. Salté de 13 TV a la Sexta. El equipo de investigación de Gloria Serra seguía el rastro del clan gitano que controla el narcotráfico de la Cañada Real. A mí no me importa cuánto dinero se embolsa esa familia vendiendo cocaína. Yo ardo en deseos de saber dónde compran los trajes de colores, los sombreros y los vestidos de pedrería. Recalé en Divinity TV y observe cómo una mujer, acompañada de una corte de amigas y familiares, se agobiaba eligiendo el vestido de su boda. Todo el mundo sabe que lo más importante del matrimonio es la marca del vestido y no la persona con la que vas a compartir techo y cama. De Atresmedia pasé a Mediaset. En Cuatro emitían ‘Todo va bien’. El título ya te induce a pensar que el programa va a  insultar la inteligencia de los telespectadores desde el minuto uno de la escaleta. Una banda de treintañeros pánfilos, víctimas del síndrome de Peter Pan, entrevistan a un artista (sustituya la palabra artista por cualquier actor o cantante de moda) siguiendo un guión pésimo y unos chistes previsibles. Después de este paseo por la TDT apagué la caja tonta. La televisión había obrado el milagro. El dolor de cabeza había remitido pero a cambio me había dejado unas imperiosas ganas de llorar.