El Día del Libro: El Micho y Flaubert

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En el verano del 94, con el Sol derramando plomo sobre las calles de Villanueva y las moscas sobrevolando tajadas de sandías, solía salir de casa con el Micho 1 bajo el brazo para leer con mi tía Mercedes en casa de mi abuela. No podía esperar al final de la siesta para descubrir qué trepidantes aventuras habían vivido Michín, Morito y Canelo. Unos años después, inmerso en el diálogo por la paz del hogar, me sentaba enfrente de mi madre en la mesa de la cocina, mojaba un dinosaurio en el vaso del ColaCao y le exponía mis condiciones: sólo me metería en el coche si volvíamos a casa con un Mortadelo. En el peor de los casos me conformaba con un ejemplar de Zipi y Zape o de El Capitán Trueno. Mi padre, que se había suscrito al Círculo de Lectores cuando “crisis” sonaba a guerrero troyano, me regaló la colección roja de Barco de Vapor. Llegaba del colegio deseando encontrar una nueva entrega con la que pasar las tardes leyendo las peripecias de Fray Perico o los viajes del Pirata Garrapata. En mi Primera Comunión, una amiga de mi madre que habría barruntado mi aprehensión a los libros, me regaló una colección preciosa, compuesta por “El Conde de Montecristo”, “Los tres Mosqueteros” y “La Odisea”. Estaban editados en tapa dura y las ilustraciones parecían pintadas por Velázquez. En mis años universitarios, me saltaba las clases de esos profesores que decían “todo esto está en copistería” y me dirigía a La Casa del Libro a esnifar hojas nuevas y a memorizar qué títulos compraría cuando publicaran la obra en edición de bolsillo.

En la feria del Libro Antiguo, que se celebra en la Plaza Nueva, compré “La educación sentimental” y leí las primeras páginas en los escalones del ayuntamiento. A los cinco minutos, un par de agentes de policía me pidieron que me marchara esgrimiendo que no me podía sentar ahí. Si les hubiera ofrecido un mechero y una garrafa de gasolina le habrían prendido fuego a todas las casetas de la feria. Cuando voy a casa de mis abuelos paternos, me acomodo en la mecedora del salón y ojeo biografías de toreros, manuales de agricultura y novelas históricas. El verano pasado, mi abuelo me prestó una edición antigua de “Los emigrantes” de Howard Fast y yo le dejé “Juan Belmonte, matador de toros” de Manuel Chaves Nogales. Me gustan las recomendaciones literarias que se gestan entre las diferentes generaciones de una misma familia; empujan la rueda de la cultura hasta el infinito y tejen una red de sabiduría que nos envuelve a todos. Cuando me registré en Amazon, empecé a llenar las estanterías de La Buhardilla hasta que aterricé en Inglaterra. Ahora bajo los libros al salón porque me queda poco sitio en el armario. La idea de este texto me sorprendió en el supermercado. Compré un par de ensaladas de fruta, abrí el bolsillo grande de la mochila y encontré con sorpresa  un libro y un pijama. Cualquier sitio es bueno para ponerse cómodo y tumbarse a leer.

El oficio de sobrevivir

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Entro en Facebook de puntillas, procurando no llamar mucho la atención. Algunos amigos, conocidos e incluso extraños me piden que recopile mis textos en un libro, rebajando la gesta a un mero trámite, como quien saca la basura en pijama los domingos y vuelva a casa a seguir masturbándose. La escritura me ayuda a no volarme la tapa de los sesos cuando me dispongo a servir cafés a hijos de puta de cien mil raleas. Y así, entre artículos compartidos, renglones subrayados y servilletas garabateadas, quizás llegue a ver la sexta temporada de Juego de Tronos. Pero adentrarme en los pasillos del laberinto editorial supondría meter más balas en el tambor del revólver. Y si abjuro de la foto del DNI, no quiero imaginar cómo reaccionaría al verme con jersey de cuello vuelto y chaqueta de pana en la solapa de un libro. En contra de lo que se pueda pensar, la obra de los escritores es volátil y está sometida a los vaivenes de la bragueta. En “La civilización del espectáculo”, Vargas Llosa nos alertaba de los peligros que entrañan el amarillismo en prensa y la frivolidad de la política. Tres años después, posaba para HOLA de la mano de Isabel Preysler e invitaba a sus ochenta cumpleaños al trío Calaveras: Rajoy, Aznar y Felipe González.

En “El oficio de vivir”, Cesare Pavese apuntaba que escribir «consiste en hablar consigo mismo y a una multitud al mismo tiempo». Discrepo. Siempre que me quedo solo en esta habitación acolchada escucho voces en mi cabeza y no puedo escribir por culpa de esta extraña camisa con candados. De todas formas, Pavese también dijo que “el que quiera correrse dentro de un coño que pague” y acabó suicidándose en un habitación del hotel Roma de Turín. Tengo una aplicación en el móvil con las obras completas de Shakespeare. Leo pasajes sueltos y deduzco que la escritura es una costumbre fútil si los clásicos emocionaban al público con sus obras mucho antes de que Fidel Castro asaltara el cuartel Moncada. Hasta el propio Don Quijote, cenando en una venta próxima a Zaragoza en compañía de Sancho Panza, tuvo que salir al paso de un falso retrato que estaban trazando dos caballeros que habían leído sus aventuras en la obra homónima de Avellaneda.

Las mejores historias no se cuentan, permanecen inertes en la memoria de sus protagonistas, como los ejemplares de una vieja edición que nadie saca de la biblioteca. O como esas prendas que ya no te pones desde que nadie te las quita.

Regreso al pasado en una C15

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Jaime, amigo en común y compañero de aventuras, me confesó que Juanma,  fascinado por la saga de Regreso al Futuro, lo convenció de que podían viajar en el tiempo. Había dibujado los planos en una libreta del colegio, y sabía dónde estaban las llaves de la C-15 de su padre, ante la falta de un auténtico DeLorean. Pasaron los años y volcó su pasión en la informática y la electrónica. Su casa se convirtió en la Meca de los gamers cuando empezó a piratear las PSP de media Sierra Sur. También le ponía la música a nuestro pub favorito cuando el dueño le encargaba las últimas ediciones de Caña Latina, un recopilatorio que incluía éxitos de Marta Sánchez, Bisbal y Chenoa. Juanma atesora una cultura enciclopédica. Ha leído El Anticristo de Nietzsche y el Sex Code de Mario Luna, un manual de seducción con el que bajarle las bragas a una mujer antes de que termine la última actualización de Whatsapp. Puede recitar pasajes de Harry Potter en Puerto Banús y analizar la teoría de cuerdas en la playa. Le dio una emisora de radio a Villanueva de San Juan. Y en el cénit de su carrera como técnico de sonido, en vez adentrarse en una peligrosa espiral de drogas, chicharrones y queso, se recluyó en un piso de Écija. Se licenció en Ingeniería de Telecomunicaciones y rechazó un puesto en política. Poco después, Pablo Iglesias criticaba las puertas giratorias en horario de máxima audiencia ¿casualidad? No lo creo. El miedo ha cambiado de banco, no de bando.

Su biografía arrastra algunas sombras: Le gustan las pasas, escucha zarzuela en directo y no ha visto Los Simpsons en una época en la que varias generaciones podrían comunicarse única y exclusivamente con citas de Homer y Bart. Su historial político está ligado al activismo. Se despertó con resaca en la última huelga general asegurándole a Basilio que las heridas de sus nudillos eran la prueba fehaciente de una pelea con fascistas, ha tocado el violín delante de una foto del Che Guevara y ha enrollado su figura en una bandera republicana de tres metros. Pero nuestra Internacional favorita la celebrábamos en Sevilla con cervezas de mil sabores. Es un hombre de contrastes; Lo he visto improvisar sobre una instrumental de rap con gorra y sudadera y cantar en latín con la indumentaria de Il Divo. De todas formas, ha salido airoso de sus contradicciones. No debe ser fácil apuntarle a la patrona del pueblo con un láser de fabricación propia y confirmarte por amor unos años después.

Nos une la admiración por Kevin Spacey. Recuerdo que me destripó el final de K-Pax antes de que sacara la película de la videoteca de la facultad. Y ahora que él es autónomo y yo tengo demasiado tiempo libre, planeo mi venganza con la última temporada de House of Cards. Sus mejores anécdotas parecen sacadas de una película de Tarantino; como esa Nochevieja en la que ciego de RedBull y ginebra, amenazó a los parroquianos con bombas caseras. O aquella tarde en la que dejó a sus vecinos sin Internet. Superó su miedo a volar con un viaje relámpago a Roma, reseteando la podredumbre de Occidente desde la capital del Imperio. Me alegro de que fracasara en su intento de viajar al pasado, porque ese error de cálculo o esa marcha mal metida me permitieron conocerlo en esta era de crisis, miedo e incertidumbre. Cuando leas estas líneas estaré haciendo cafés detrás de una barra de mármol. Pero cuando salga del trabajo levantaré una pinta de cerveza en tu honor y brindaré por tu cuarto de siglo.