Algunos extremos son buenos

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Llegué a Sevilla a la hora del té, pero nos decantamos por un café en la puerta de El Córner. Sin perder de vista a las mujeres que paseaban por la acera, departimos animosamente y pensamos en qué otro bar pediríamos asilo político. Matamos la tarde con botellines de El Papelón y La Sureña y con los últimos rayos de sol bañándose en el Guadalquivir, nos dirigimos a la isla La  Cartuja.

Las hordas bárbaras, repartidas por los aledaños del estadio olímpico, bebían como si el lunes entrara en vigor la ley seca. Me acerqué a un grupo de borrachos que se disputaban los últimos tragos de una botella de vodka y les pregunté por la dirección de la cola. El más ingenioso me habló de “su cola”, le felicité por su gracejo rancio y reanudé la marcha. Ante la falta de información veraz, el instinto gregario me empujó a mezclarme con las masas. Después de avanzar diez metros a paso de tortuga, encontré al fan más joven de Extremoduro. Tendría unos diez años y flanqueado por sus padres, caminaba atento y nervioso, guardando cada momento en su memoria. Me imaginé a su madre mirándolo a los ojos y diciéndole: “Hijo mío, olvida los deberes del cole, esta noche comienza tu verdadera educación”.

“El concierto empezará a la hora prevista” rezaba el reverso de la entrada. “La hora prevista por los santos cojones de los artistas”.  Pensé cuando el portero me indicó que ya podía entrar. Fiel a las normas de la organización, busqué el acceso a las gradas sin éxito y opté por subir por una rampa. Un operario me detuvo arguyendo que esa plataforma estaba reservada para los minusválidos. Si supiera los ridículos que he protagonizado en los últimos veinticuatro años, me hubiera dejado pasar y hasta me habría regalado un caramelo. Me acerqué a uno de los vomitorios y le pregunté a un portero dónde estaban las escaleras de las gradas. Me explicó que había entrado por la puerta equivocada y ya no podía salir. Este despiste me permitió disfrutar del grupo desde la pista pero también me enseñó las armas de un ladrón que se cuela en todos los lugares posibles; un capitalismo que vende sudaderas de Extremoduro a cincuenta euros y prohíbe a los espectadores entrar al estadio con botellas, obligándolos a gastarse nueve euros en una maceta.

Los miembros del grupo aterrizaron dentro de un enorme contenedor azul. Los focos empezaron a girar frenéticamente y las paredes del contenedor se abrieron como una flor de Loto. El sonido de los primeros acordes anunciaban el momento más esperado; Extremo actuando para ‘Todos los públicos’.

Yo saltaba en charcos de orines ajenos mientras el rostro cadavérico de Robe se asomaba a las pantallas laterales. Su caja torácica se agitaba tras la espalda de una guitarra nerviosa. La voz quebrada del rockero bordeaba las greñas de una melena descuidada y se expandía por la platea mientras el viento ondeaba sus pantalones bombachos.

Robe y Uoho eran dos almas efervescentes que, consumiéndose sobre las tablas del escenario, conversaban con riffs sin extraer conclusiones precipitadas. Mi presencia en aquel estadio la interpreté como el último brindis por una juventud que se escapa por la vereda de la puerta de atrás. Las canciones le pusieron música a los recuerdos: Noches de desenfreno, mañanas de resaca, vómitos a destiempo, resurrecciones castizas y lágrimas enjugadas con los versos de una ‘Puta’.  Entre un tema y otro, Robe arengó a sus fieles exclamando “Haced lo que queráis pero que no os vean”. Cinco minutos después, tocó una canción inédita y le pidió a los espectadores que guardaran los móviles prometiendo subirla a la web después de la gira. La mayoría de los apóstoles obedecieron a Jesucristo García pero algunos Judas se quedaron con el primer consejo (“que no os vean”) y hoy ese vídeo habrá recibido centenares de visitas en YouTube.

El grupo anunció un descanso de veinte minutos y un hambre canina empezó a adueñarse de mi estómago. Saqué un bocadillo de lomo y crucé el estadio de un extremo a otro como un quarterback de Wisconsin. En ese punto de la noche no me importaba el repertorio de Extremoduro. Me limitaba a agarrar mi bocadillo con la fuerza con la que los  consejeros de Bankia se aferraban a las tarjetas black.

Tras la reanudación, Uoho le echó un pulso al público. Cuanto más rugía el respetable, más carreras improvisaba de un lado para otro como pollo sin cabeza. Con la guitarra cosida al cuerpo, se frenó en seco y tumbándose en el suelo, representó su catarsis particular. Una enorme nube de humo verde se arremolinaba sobre las cabezas de los presentes y una fuerte lluvia de cerveza tibia arreciaba desde las gradas. Reservaron dos clásicos populares como ‘Salir’ y ‘Ama, Ama, Ama y ensancha el Alma’ para el tramo final dejando algunas “canciones prohibidas” en el maletero de la furgoneta. Tras casi tres horas de concierto Extremoduro se despidió de Sevilla recordando a sus seguidores que la derrota y la desidia son más llevaderas con música y poesía.

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